Cuento de Mamerto Menapace

El candil de la nona

Ha quedado en mi recuerdo como uno de esos objetos sin edad.
Como si a fuerza de estar y de alumbrar,
hubiera logrado vencer el tiempo y permanecer.
Era una lámpara antigua de bronce.

candil

Tampoco podría afirmar, al revivirla hoy en mi recuerdo,
si lo que la adornaba eran dibujos
o simplemente arrugas con las que la vida
y los acontecimientos habían ido ganándole un rostro.
Tenía ese noble color del bronce,
y la capacidad de alumbrar en silencio.
Era una lámpara con pie.
Cuando se la encendía, se la colocaba siempre
en el centro de la mesa familiar.
De ahí que su recuerdo
lo tengo acollarado a las noches de invierno.
Porque en verano vivíamos a la intemperie,
y entonces no se usaba la lámpara,
sino un farol que se colgaba de las ramas del árbol del patio.
Pero la lámpara de bronce
tenía esa rara cualidad de crear la intimidad.
Objeto quedado, de entre miles de objetos idos,
la vieja lámpara de bronce parecía haber asumido
en lo más íntimo de sí su propia soledad,
y quizá fuera de allí de donde sacara
esa misteriosa fuerza para crear la comunión.
Cuando entrada la noche se encendía la lámpara,
parecía que su luz quieta
hiciera crecer a su alrededor el silencio,
y no sé qué misterio viejo.
Mirando su llamita, los niños dilatábamos las pupilas,
y quietos de cuerpo y alma, remábamos tiempo adentro.
Hacia esa época legendaria en que grandes vapores
llenos de inmigrantes avanzaban por el mar hacia nosotros.
En uno de ellos había venido a desembarcar
en nuestra mesa aquella lámpara.
Entre nosotros su luz creaba esa misteriosa realidad
de hacernos sentir con raíces, viniendo de un tiempo viejo.
Sabíamos que en otros tiempos su luz
había alumbrado fiestas bulliciosas; que en ocasiones
había creado la sombra precisa para ocultar una mirada furtiva;
y que su llama había mantenido la luz necesaria
para alimentar las confidencias.
En aquellos tiempos viejos,
quizá había sido en las noches de la llanura la única respuesta
de luz en leguas a la redonda,
para el diálogo de nuestros abuelos con las estrellas.
No la sentíamos vieja.
Porque intuíamos que había superado el tiempo.
De la misma manera no nos atrevíamos
a llamar vieja a una fruta madura.
Madura de alumbrar, había terminado por asumir la vida en sí misma.
Uno sabía que esa madurez de vida
era el combustible que le permitía seguir alumbrando quieto.
Porque tenía una rara manera de alumbrar sin hacer ruido:
tenía una luz mansa.
Aparecía entre nosotros a eso de la oración;
y su presencia en la mesa familiar
convertía en liturgia esos ritos primordiales
de partir en cada plato la polenta humeante
y el guiso oscuro y fuerte.
Cuando luego de unos años de ausencia volví a mi familia,
la vieja lámpara ya no estaba allí
con su color bronce y su luz mansa.
Pero su ausencia seguía creando ese hueco de silencio familiar.
El candil de la nona
fue en mi vida uno de esos objetos vivientes
que me enseñaron que los humanos también tenemos raíces.

Mamerto Menapace

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